Acompaña a la poesía

martes, 1 de agosto de 2023

BRUNO (por William Shand)

—¡Bruno! No camines a mi lado. Hace años que te vengo diciendo que debes caminar detrás de mí. Ando despacio deliberadamente para que puedas seguirme.

Grandi estaba siempre malhumorado cuando salía con su hijo. Sólo en raras ocasiones le permitía acompañarlo; ahora se dirigían al consultorio del doctor Reni quien periódicamente examinaba a Bruno, porque Bruno era un enano.

Poco después de su matrimonio, hacía de eso veinte años, su mujer murió al dar a luz. Como Grandi trabajaba el día entero en el estudio de un abogado, una vecina de buena voluntad se había ofrecido a cuidar del bebé.

Hasta la edad de cinco años Bruno parecía un niño normal. Era vivaz, aprendía a leer y escribir con facilidad y se pasaba largas horas leyendo libros de cuentos.

Con el correr del tiempo sin embargo, Grandi se rindió a la evidencia de que el niño no daba señales de crecer. Aunque su estatura permanecía estacionaria, su cuerpo se desarrollaba, su cuerpo y su mente. Tenía una verdadera pasión por la lectura; una vez por semana retiraba libros de la biblioteca circulante, y la bibliotecaria solía prestarle una pequeña escalera para que pudiese elegir los libros ubicados en los estantes altos.

Bruno amaba la poesía y deseaba poder leerla en varios idiomas además del propio. A los 16 años ya poseía un dominio bastante amplio del idioma inglés, adquirido a través del estudio de diversos libros de texto con la única ayuda de un diccionario.

Grandi nunca pudo comprender su interés por la literatura. Hubiera preferido que aprendiera un oficio y trabajara en su casa para ganar algún dinero.

Abrumado por el hecho de que su hijo no tuviera la altura normal, el resentimiento le roía las entrañas. Era una llaga abierta que nunca se cerraba y no había alivio posible para su dolor.

Bruno no sabía de qué medios valerse para apaciguar la creciente animosidad de su padre; desde que se había jubilado, pasaba la mayor parte del día en su casa y esto creaba situaciones desagradables que a veces se convertían en verdaderas peleas. Bruno optó por ignorar a su padre, pero así y todos su encono se agudizaba con cada comida que compartían. A la edad de 19 años, consciente de la raíz de esa amargura, procuraba ganar su afecto encargándose de toda clase de tareas domésticas. Era bastante buen cocinero pero su padre no le permitía ayudarle en la cocina.

Los Grandi alquilaban una vieja casa en un barrio modesto; por supuesto los vecinos veían en Bruno una fuente de sabrosos comentarios, a pesar de lo cual, si ocasionalmente se encontraban con él, se mostraban amables. Poco a poco descubrieron que hasta podría resultar simpático. Naturalmente debían dominar un primer impulso de rechazo, que su voz cálida y su fácil sonrisa acababan por vencer.

Bruno empezó a sentir la necesidad de un contacto femenino, pero sabía que eso estaba completamente fuera de su alcance. Había oído que los enanos se casan entre sí, mas por desgracia no le atraía una mujer semejante a él. En la calle echaba miradas furtivas a las chicas de pantalones ceñidos, admirando sus esbeltos muslos y sus curvas sensuales. Prefería soñar con una mujer así antes que compartir su lecho con una enana.

Entre los muchos problemas que su condición acarreaba a Bruno, la ropa no era uno de los menores por cuanto los trajes para niños resultaban demasiado estrechos para sus anchos hombros y robustas piernas. Hasta que un día Grandi recordó a un antiguo compañero de escuela, dueño de una pequeña sastrería próxima a su domicilio y desde entonces él se los confeccionó a medida.

Una singular amistad nació entre ambos. El sastre lo invitaba a almorzar en familia uno que otro domingo y las horas que pasaba con él y su esposa eran las más felices que jamás conociera. Les agradecía que apreciaran su inteligencia haciendo caso omiso de su aspecto físico, una experiencia que lo estimulaba y le permitía enfrentar a su padre con mayor confianza en sí mismo. Allí en ese hogar humilde pudo vislumbrar el significado de la palabra amor. La ternura que esta pareja de edad madura reflejaba en su trato diario le conmovía y le hacía lamentar el no haberla conocido nunca en su propio hogar.

Cierto es que desde hacía algún tiempo Bruno observaba una menor agresividad en su padre que se pasaba largas horas en silencio y algunas noches salía sin dar explicaciones, para regresar a la madrugada. Durante los fines de semana tampoco se quedaba en casa, con gran satisfacción de Bruno que de este modo podía sentarse a leer tranquilo sin sentir su mirada de reconvención. Pronto empezó a sospechar que detrás de todo esto debía de haber algún asunto amoroso. Finalmente Grandi le comentó que había conocido a una mujer de quien se había hecho muy amigo, pero sin entrar en detalles.

Bruno se alegró al saberlo; quizás de ahora en adelante su padre lo trataría de modo más razonable. El cambio era notorio. Una noche antes de salir se dirigió a Bruno con una sonrisa y le anunció que ella vendría a cenar al día siguiente; para la ocasión Grandi preparó una cena elaborada.

Katia aparentaba unos cuarenta años; ni alta ni baja, de silueta ágil, esbelta, tenía un rostro no particularmente hermoso pero de facciones regulares y expresivas. Al hablar, su voz clara enfatizaba los puntos que quería destacar y defendía sus ideas con apasionamiento. A Bruno le resultaba fácil dialogar con ella. Katia era maestra y había abrazado esa carrera movida por una honda vocación. Les contó que solía concurrir al “Café de las Letras” próximo a la Universidad, centro de reunión de artistas plásticos y escritores, para platicar con ellos y enriquecer su espíritu porque esto redundaba en beneficio de su labor. En el transcurso de la velada si bien permitió cortésmente a Grandi intervenir en la conversación parecía escuchar con especial interés los comentarios de Bruno sobre literatura. El aspecto más curioso de este, su primer contacto fue que en ningún momento se mostró sorprendida ante el hecho de que el hijo de Grandi fuera un enano; por el contrario, fue en extremo cordial con él.

Tan pronto Katia se retiró Grandi lo abordó sin ocultar su fastidio.

—¿Qué te dio por conducirte en forma tan descarada? Invito a una amiga a mi casa y la monopolizas sin darle oportunidad de dirigirme siquiera una mirada.

—Yo sólo trataba de que se sintiera cómoda.

—No la dejaste en paz ni un minuto. Como si hubiera sido tu invitada, no la mía.

—Eso es injusto. Durante la cena conversó casi todo el tiempo contigo.

—Pero ¿por qué esa vehemencia, ese entusiasmo en tu voz? Y no me vengas con una de esas retorcidas excusas tuyas. Estoy harto de ellas.

Luego salió de la habitación abruptamente. Bruno estaba excitado. Su cabeza era un remolino en el centro del cual se movía Katia. Recordaba su mirada ardiente, su voz profunda y sus delicadas manos cruzándose sobre los pequeños senos. Pero dentro de estos pensamientos su padre no jugaba papel alguno. Lo borraba como a un intruso. Deslumbrado por el hecho de haber atraído la atención de una mujer como Katia, no quería pensar adonde lo conduciría todo aquello.

Katia frecuentaba el “Café de las Letras”. Allí iría la noche siguiente. Tenía que volver a verla, admirar el encanto de sus labios carnosos al hablar, seguir el movimiento de sus dedos dibujando figuras en el aire. Volvería a echar una mirada a sus bien torneadas piernas y haría lo posible por impresionarla con su cultura literaria.
Entró al café tímidamente, acostumbrado a que todo el mundo lo mirara con curiosidad no exenta de burla, y pronto divisó a Katia sentada a una mesa, sola.

¡Bruno! ¿Qué hacés por aquí? ¿Tomás un café?
Llamó al mozo y le pidió un café.
—¡Estoy tan contenta de que hayas venido!
He pensado mucho en vos desde anoche.

—¡¿De veras?!

—Por supuesto.

—Yo... estuve leyendo el poema de T. S. Eliot “The Waste Land” nuevamente. Lo leo a menudo. No es el tipo de poesía que más me llega porque está demasiado cerca de la prosa para mi gusto, pero debo admitir que plantea un análisis penetrante de nuestro tiempo.

—Bruno, no creo que hayas venido aquí para hablar sobre Eliot.

Él se sonrojó.

—Mañana tengo un día libre en la escuela. Vení a mi departamento por la tarde.

Pagó al mozo y ambos salieron del café.

—Te espero a las 4 en punto.

Después le dio su dirección y lo besó levemente en la mejilla.

—¡Y no llegues tarde!

Él se quedó mirándola mientras se alejaba, segura de sí, sin tomar en cuenta la confusión en que lo había sumido.

Cuando regresó a su casa su padre estaba ausente. Se felicitó de que así fuera; no hubiera sabido cómo enfrentarse con él después del encuentro con Katia. Esa noche no pudo dormir. Katia invadía todo su ser. Se sentía inseguro, indefenso ante su inesperada invitación. Se preguntaba qué ocurriría en su departamento al día siguiente. Tomó un libro y trató de leer para inducir su imaginación a transitar por otros caminos, pero sólo podía pensar en sus labios y sus senos.

A la mañana siguiente Grandi estaba de un humor particularmente malo; sufría fuertes náuseas y no tenía la menor intención de preparar el almuerzo. Bruno esperaba alguna escena violenta, pero el nombre de Katia no fue mencionado. Poco después salió para cobrar su jubilación. Entonces Bruno aprovechó para bañarse, afeitarse con esmero, lustrar sus zapatos y cepillar cuidadosamente su único traje. Su agitación era incontrolable.

Cuando Katia abrió la puerta Bruno quedó fascinado por la belleza de ese cuarto de estar. Con escasos muebles y unos cuantos cuadros y almohadones, había logrado crear una atmósfera acogedora y singular.

—Quizás te parezca increíble pero yo experimento mis emociones más intensas en las horas previas a un acontecimiento; la anticipación es a menudo superior a la realidad. Si asisto a una función de teatro por ejemplo, estoy dispuesta a entregarme con alma y vida al autor, a los actores y al director pero al salir, a menudo los critico duramente y me siento defraudada. Siempre me pasa lo mismo, también en mis relaciones con la gente.

Turbado, de pie junto al sofá frente a Katia, Bruno la escuchaba atentamente.

—A mí en cambio me emociona todo lo que me ocurre. Cuando voy hasta la esquina a tomar un café y el mozo me sonríe y cambia unas palabras conmigo, sé que estoy vivo. Doy gracias por el más mínimo gesto de amistad.

—Bruno, me pregunto si adivinas por qué te invité.

—No... no verdaderamente. Pero estoy contento... muy contento de estar aquí con usted... a solas.

—¡Acercate!

Lo tomó de la mano y lo condujo a su dormitorio. Él evitó su mirada y se acercó a la ventana. Al volverse hacia ella vio que se había desnudado.

Cuando regresaron al cuarto de estar, Katia le pidió que le ayudara a preparar el café. Bebieron una taza y comieron un trozo de torta de manzana. Estaba sentado sobre un almohadón, con los ojos bajos: simplemente no podía mirarla de frente. Tampoco hacía ningún esfuerzo por hablarle aunque había algo que deseaba aclarar.

—Espero que no le dirá a mi padre que estuve aquí.

Ella se limitó a sonreírle.

—Bueno, Bruno, ahora tengo que atender ciertos asuntos importantes. Debo pedirte que te vayas.

Había tantas cosas que hubiera querido decirle pero sólo atinó a encaminarse a la puerta. Ella permaneció sentada cuando él salió.

En camino a su casa, exaltado pero perplejo ante su extraña conducta después de lo ocurrido, trataba de revivir cada instante de aquella tarde. Aunque hacía años que lo imaginaba, su experiencia con Katia había sido tan indescriptiblemente hermosa que superaba sus sueños más vehementes.

Bruno se despertó sin saber a ciencia cierta sí era la misma persona que se acostara en ese lecho la noche anterior. Al entrar a la cocina encontró a su padre caminando de un lado a otro, con el rostro descompuesto por la ira.

—¡Se ha ido! Transferida a una escuela del norte por dos años. Y no me dijo una sola palabra a pesar de haber estado tanto tiempo juntos. ¡Es una perra! Eso es lo que es. ¡Una perra! Si le pudiera poner las manos encima la estrangularía.

Bruno trató de consolar a su padre, aunque íntimamente también él se sentía destruido.